De nuevo un poco, y me veréis

Por Rev. Dr. Felix Colon Ph.

¿Cuánto tiempo transcurrirá todavía hasta el momento en que veamos la faz de Cristo? ¿El rostro de Aquel que es “señalado entre diez mil”, cuya Persona es “codiciable”, el rostro de Jesús nuestro Señor? (Cantares 5:10 y 16).

“De nuevo un poco, y me veréis” (Juan 16:16).

Reflexionemos un momento y hagámonos esta pregunta: ¿Cuánto tiempo transcurrirá todavía hasta el momento en que veamos la faz de Cristo? ¿El rostro de Aquel que es “señalado entre diez mil”, cuya Persona es “codiciable”, el rostro de Jesús nuestro Señor? (Cantares 5:10 y 16).

Algunos de entre nosotros son jóvenes todavía, otros ya han encanecido. Aunque el Señor no venga durante nuestra existencia, su ausencia no durará mucho. ¡Entonces le contemplaremos y moraremos con él!

Qué bendición encontraremos para nuestras almas si, a solas con Dios, nos tomamos el tiempo de meditar sobre este encuentro feliz, tan próximo. Tal vez, antes de su retorno, iremos hacia él: nuestro espíritu dejará este cuerpo para estar “siempre con el Señor”. Y el primer instante de nuestro gozo eterno habrá llegado.

Tratemos de determinar cuántos años transcurrirán hasta el retorno de Cristo. Pueden ser muy pocos, lo sabemos: “Todavía un poco”, nos dice la Palabra. Podríamos, pues, entrar en la casa del Padre antes que el reloj marque el próximo segundo. Mas, también podría ser elevado el número de los años que nos separan de la vuelta de Cristo. Reflexione, pues, y piense en el momento en que el Señor le acogerá, cuando su mirada se pose en usted. Las sombras habrán huido, y la mañana sin nubes se hará ver.

“¿Qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Santiago 4:14). ¿Qué sentido deberíamos darle? Ella nos es ofrecida para que aprendamos a conocer al Señor Jesús y que le glorifiquemos en la tierra. Somos dejados aquí para brillar como luminares en el mundo, para ser una carta conocida y leída por todos los hombres (véase 2 Corintios 3:2). Cuando pensamos en el momento en que veremos a Cristo, no deseamos más que agradarle. Y, sin embargo, para muchos de nosotros el ardor del primer amor ha desaparecido, lo mismo que la primavera deja su lugar a las otras estaciones. ¿Será cierto que nuestro apego a Cristo es menos profundo ahora que antes? El Señor sabe todas las cosas: escuchémosle en el silencio de su presencia y permitámosle que nos diga, a cada uno, cuál es nuestro estado.

La vida se desliza: el frescor de nuestro primer afecto ha pasado. A veces, parece que se interpone una barrera entre nosotros y él. La belleza de la vida divina se encuentra empañada. La paz con Dios por la sangre de Cristo permanece, mas su paz, la que él ha procurado para los suyos, no llena el corazón. Hoy en día, varios hijos de Dios carecen de un contacto personal con el Señor. Su vida espiritual ya no manifiesta una comunión consciente con él. Aunque no se han olvidado de las verdades cristianas, Jesús ya no es el objeto de su corazón. El instante presente no está iluminado por el gozo de la esperanza cristiana.

En esas condiciones, uno no puede respirar, aquí en la tierra, la atmósfera del cielo, ni siente la necesidad intensa de encontrarse en la presencia de nuestro Amado. Se puede ser muy versado en el conocimiento de las Escrituras; sin embargo, la inteligencia espiritual no es amor, y sin el calor de éste, la lámpara del testimonio brilla muy débilmente. Por eso le rogamos otra vez: entre en su habitación, lejos de la agitación del mundo, y piense en el momento en que, por primera vez, verá cara a cara a su Maestro.

Cada uno puede proponer un remedio para el decaimiento espiritual. Pero, de hecho, nada puede sacar al alma de su apatía, sino el mirar a “Jesús solo” (Marcos 9:8). Damos gracias a Dios por todas las doctrinas que contiene la Escritura; cada una de ellas es semejante a una puerta que, cuando abierta, deja ver alguna perfección de Cristo. ¿Hemos franqueado el umbral de esas puertas? Muchos no se han acercado. Saben de qué han sido hechas esas puertas, y, sin embargo, las mantienen cerradas. Una es de “madera de acacia”, una segunda “de plata”, una tercera “de oro”: revelación de la humanidad sin mancha del Señor, del valor de su sangre, de la gloria de su Dios y Padre manifestada por él.

Abra la puerta de madera de acacia y aparecerá ante usted el Hombre perfecto (Hechos 10:38-39). Abra la de plata y podrá considerar sus manos y su costado (Zacarías 13:6; Juan 20:27, etc.), testimonio de su redención. Abra la puerta de oro y a los ojos de la fe resplandecerá Aquel que ahora está sentado en la gloria (Apocalipsis 5:12-13). Y, como “viendo al Invisible” (Hebreos 11:27), sus corazones rebosarán de adoración, pues a “Jesús solo” nuestro necesitado corazón ansía.

Que podamos, durante la breve vida que aún está delante nuestro, gozar más de su compañía, compañía que esclarecerá nuestro ser interior y exterior. Todavía un poco y caminaremos con él vestidos de blanco (Apocalipsis 19:14); pero hasta que empiece ese momento de gozo eterno, vivamos más por fe, morando en su presencia, para que nuestros labios puedan hablar más a menudo el lenguaje del cielo.

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